miércoles, 27 de enero de 2010

"UNA HISTORIA BIEN PARECIDA" Vol. 2

… El bronco y energizante sonido del coche fue lo único que se oía en la antesala del parking.

Yo residía en unos apartamentos que se habían construido para las olimpiadas en Barcelona. La verdad que muy acogedores y de una estética con la que me sentía muy identificado. La entrada al sótano, donde guardaba mi tridente, era muy distinguida. Sólo decir que las paredes de hormigón pulido, la puerta de madera deliciosamente pintada de blanco, todo el interior bien iluminado, y muchos otros detalles, daban a entender que el edificio, con unos 15 años de antigüedad, se erigió en una reivindicación a la personalidad costera de la ciudad.


Mi apartamento tenía la mirada fija al Mediterráneo. Con ese olor a “mar” que reconforta y calma los que somos de costa. No había  lugar en la tierra donde me encontrara más tranquilo que mecido en  sus brazos. Con una cocina de diseño en aluminio, el resto de la estancia perfectamente decorada en el minimalismo reinante en aquella época, y toda la luz que nuestro astro rey nos puede brindar atravesando los enormes ventanales, aquel lugar me hacía sentir que fue construido para mi deleite.


Me acomodé un momento, y recibí la primera llamada. Justo después de dejar el maletín de los remordimientos al lado del sofá, Esteban me comentaba que se iba a retrasar. Le había surgido una oportunidad que no podía desatender. Un chico del norte, medianamente atractivo, pero bien posicionado, le había invitado a cenar. Era una de esas citas que sabía que no tendría nada de positivo en su vida, y de la que no se acordaría pasados unos días. Pero Esteban necesitaba sentirse querido, imagino que igual que todos. Él nunca encajó en la noche. Era un estudiante de arquitectura, de piel blanquecina y pelo rubio, lacio y largo, con ojos azules y de aspecto endeble. Deseaba desesperadamente que un príncipe azul llegara y le salvara de sus complejos. Pero no era diferente del resto. Y es que, de un modo u otro, como todos, perdía el tiempo entre ranas y sapos, a la espera de que un día apareciera.


En general el comportamiento de los gays, no es distinto al de los hetero. La idea gira en torno a que todos soñamos con el cuento de hadas, y nos adentramos en la noche con la linterna a punto para iluminar nuestro futuro. Una luz que esperamos con ansia desmedida. Y, fíjate tú lo similares que somos todos, que convertimos ese ansia en furor, risas interminables, deseos, corruptelas morales, seguidos de falsedad, sexo con desconocidos, competiciones de ego, y alguna que otra línea blanca del bienestar cruzándose “casi siempre sin querer” antes nuestras narices.


Después de escuchar las palabras vacías de esperanza y los deseos de que fuera una patética noche inolvidable para Esteban, me decidí a dormir un par de horas antes de verme con mis amigos en el restaurante para cenar. Siempre dormía antes de afrontar la noche. Cuidaba mucho que mi cuerpo, como buen vehículo de mi voraz alma, estuviera a punto para cualquier imprevisto. Preparado para acelerar en el momento adecuado, y frenar cuando era necesario. Aunque por un motivo u otro, tenía más apunto el acelerador que el freno.


Esa noche vería a mis 4 mejores amigos. Esteban que llegaría con retraso. Enrique, un chaval del norte de Cataluña hijo de una antigua saga de aristócratas catalanes. Era uno de estos chicos con la sensación de la vida resuelta, pero con una incipiente necesidad de encajar en la sociedad proletaria. Creo que por eso vestía tan, como diría un gran amigo mío, como de “aldea global”. Con muy buen carácter, tranquilo, imaginativo, don para la cinematografía, y, doy fe, sólidos y buenos argumentos en la cama, era capaz de engatusar a cualquier “pequeña” en unos 40 min. Infalible con su pelo ordenadamente despeinado, y su mirada inofensiva.


También se unía a la velada Joseph. Se trataba de un auténtico gentleman inglés. Perfectamente vestido, muy adecuado para cada ocasión, nunca llevaba menos de tres mil euros encima en prendas y accesorios. Se surtía de atuendos en la zona alta de Barcelona, y sólo venía al centro a disfrutar de nuestra compañía. Un tío bien relacionado y no del todo fuera del armario, seguramente fruto de ser un par de lustros mayor que el resto de nosotros. Pero no se lo digáis a nadie, que me mataría. Gustoso de fumar puros inalcanzables para la mayoría, y de pasear su nuevo Mini por las calles de la ciudad, se había metido en un ritmo de vida que sólo sostenía a través de la sumisión imparable a las tarjetas de crédito. Debía tres veces más de lo que tenía, y a pesar de tener un gran salario fruto de su trabajo como especialista financiero, sin incurrir en gastos, habría necesitado una vida para poder pagar todo lo que llevaba a sus espaldas, si no fuera por un acontecimiento que desvelaré más adelante. De todos modos, su tragedia (todos tenemos alguna) consistía en ser un gran gentleman, pero más en la escuela de Austin Powers que en la de 007. Esto llevaba la necesidad de aparentar tener en el banco, la fortuna que Dios le negó a su cuerpo.


La noche olía a risas con los amigos, comentarios sarcásticos, viajes entre dragones de colores, alguna que otra sorpresa, y a conquista amigos, sobre todo a saciar la sed que todos los grandes de la historia clásica tenía y compartían conmigo. Ellos conquistaban territorios y los asolaban. Yo conquistaba egos, y los hacía míos…

lunes, 18 de enero de 2010

"UNA HISTORIA BIEN PARECIDA" Vol. 1

Acababa de cerrar un pedido. Un hombre sonriente y feliz, al lado de su hija, me dio 5000 eur de paga y señal por un BMW 320i de dos puertas negro. En mi mente, al más puro estilo impresionista, le veía como si hubiera sacado de mi costado una espada samurai, deslizándola sin escrúpulos a toda velocidad rozando su cuello, lo justo para verlo desangrarse delante de mí y de su hija. Estaba sangrando pasta, pero era feliz. Imagino que todos hemos sido ese señor en alguna ocasión, presa de algún otro vendedor de ilusiones. Sin excusas ni remordimientos.

Después de despedirlo, concentrándome profundamente para recordar su nombre, me di la vuelta, respiré hondo, y acudí al teléfono móvil. Tras las llamadas que iba a hacer, se escondía el éxito del fin de semana. Cuadraba en aquel instante, el viernes a las 17h, todo lo relativo a la organización intensiva de las próximas 50h. Agenda que terminaba en la discoteca “Amena”, cerca de las 19h del domingo, con la siempre divertida “Fiesta de los Mensajes”. Pero… ¡Había tanto que poner en orden antes!

Llamo a Esteban y a un par de amigos más. En función de cuantos éramos, le pedía una u otra ración de medicinas al tesorero de sensaciones químicas en quien confiaba. Se trataba de un chico de raza gitana, con buen corazón, y he de decir que muy atractivo. Le vendí un Seat en su momento, y estaba muy contento con su coche. Era de mi estatura, piel morena, y cabello rizado. Sus ojos negros fueron paridos para perderte en ellos. Su fibrada espalda, lugar sobre el que recaían muchas responsabilidades consecuentes de su entorno, parecía siempre dispuesta a que recayera sobre ella alguna más. Y sus manos. Ay, sus manos. Fuertes como el acero que se usa para construir barcos, lo suficientemente ásperas para mostrar el duro trabajo en el gym, pero tan tiernas y sencillas que confíarías tu alma a ellas sin pensártelo. En fin, que tenía un camello guapo.

Aquel día no le pedí demasiada carga. Quería tener una noche presidida por la E, con algo de C por si la cosa se ponía bien después de las 5 de la mañana.

Terminè de rellenar el pedido y saludé a la salida al agente de seguridad nocturno. Tenía a mis amigos perfectamente dispuestos a acompañarme durante la noche, un par de llamadas perdidas de chicos del finde anterior, que querían repetir, mi sesión de spa y barros a las 12h del domingo, y justo me había llegado un sms con la hora y las coordenadas del restaurante donde cenaría esa noche. Estaban todos dispuestos a lo que fuera por compartir su tiempo conmigo, y tenía a mi disposición y perfectamente sincronizadas para mi satisfacción y placer todas las variables oportunas.

Me retiré con sumo cuidado la americana de lana fría, lisa y de color gris oscuro, y la coloqué en el asiento trasero del Maserati 3200 GT que conducía por aquella época. Subí a la “Maquina” muy despacio. Me gustaba sentir el crujido de la piel embutiendo aquel asiento deportivo artesanal, el olor a bolso nuevo de Louis Vuitton, y la firmeza con la que aquel coche me agarraba de los riñones. Casi con tanta firmeza como aquel niñato que se arrodilló ante mi ese mismo día, en un restaurante de la zona alta, después de comer.

Arranqué mi Gran Turismo y me dispuse a atravesar Barcelona. Aquella travesía hacia mi apartamento en la playa me resultaba tremendamente sencilla y agradable de surcar. Normalmente la gente vuelve a casa del trabajo muy rayada, pero no era mi caso. Yo me ensimismaba dejando que la ciudad embriagara mis sentidos desde la belleza, modernidad, y policromía de sus calles y sus gentes. Era verano, y os podéis imaginar lo que era bajar la diagonal, a 40 por hora, pegado a la acera de l’Illa, viendo niñatos desfilar con sus peinados imposibles y sus mochilas y ropitas insultantemente caras. Os aseguro que yo daba gracias por existir y que la vida me permitiera ponerme ante tal escaparate. A medio camino, se encontraba la estación de tren, y tenías unos segundos para comprobar si había llegado alguna excursión de Holanda, o Alemania, con la garantía de buenas reses que te proporcionaban aquellos convois. Pero “Hoy son franceses” me dije, y aceleré dejando atrás un rugido hipnótico.