domingo, 21 de febrero de 2010

"UNA HISTORIA BIEN PARECIDA" Vol. 3









… Allí nos encontrábamos los tres. Sentados en las posiciones habituales. A mi me gustaba que la pared diera corbertura a mi espalda. Siempre decía que era para comer más tranquilo. Contaba la historia de que nuestros antepasados, al habitar en cuevas, se ponían contra la pared mientras comían, vigilantes ante la posible amenaza de algún animal. Esa sensación ha trascendido hasta nuestro presente, de tal manera que está estudiado que si comes mirando hacia la pared, tus pulsaciones van más rápido. Aunque esto no deja de ser cierto, en realidad lo usaba como excusa para vigilar las dos puertas del restaurante. Que no son las de la concina, por supuesto. Son la puerta de la sorpresa, o sea la entrada, y la puerta del pecado, osea la del baño. Mantenerte alerta de ambas te evita momentos delicados, y te proporciona placer gratuito.


Enrique prefería sentarse de espaldas al resto de comensales. Como os he mencionado alguna vez, era un chico muy selectivo. Prefería que la primera criba de sus ligues se la pasara yo, y lo hacía encantado. Siempre preguntándose cómo podía yo saber los bien o mal que rendían sus ligues, el pobre creo que nunca se dio cuenta.

Joseph no estaba, según le encantaba decir a él, en un lugar donde pudiera encontrar al hombre de su vida. Él se solía jactar de estar seguro de que le encontraría en la bolsa, o en un banco, incluso en algún lugar de fiesta de lo zona alta, en alguna zona VIP. Aunque creo que era una pose, ya que después de algún tiempo navegando entre ambos mares, ya sabía donde había más peces.

Pedí ensalada y carne. Solía comer de ambas, por una parte para resolver sin problemas la digestión, y por otra con las proteínas suficientes para soportar el duro ataque sobre las reservas del cuerpo que suponía la noche. Esa noche comí canguro. Una carne estupenda, suave y deliciosa, aunque un poco pesada. De hecho fue la última vez que cené canguro en mi vida. Ya caí en la tentación de hacerlo, y sufrí las indigestas consecuencias en Paris un año antes “me repetía mientas masticaba”.

Era una noche complicada. Los problemas financieros de Joseph, se percibían en su comanda. Acostumbrado a verle pedir los mejores mariscos, esa noche comió pollo. Decía que se lo había recomendado su médico. Pero la verdad es que no veía a su doctor hacía más de dos años. Sus constantes eran una auténtica incógnita. Enrique, por su parte, ordenó la típica comida catalana: Escalivada y Caracoles. Se sentía más nacionalista que nunca. Había ido a una manifestación a favor de la imposición del catalán en los medios de comunicación, y tenía la bandera subidita. Lo peor es que aunque yo estaba seguro de que no podrían colocarnos el catalán con calzador, al final lo consiguieron. A veces unos pocos paletos, con arrojo y dedicación, consiguen más que una multitud de eruditos en sus sofás de piel.

El camarero. Siempre igual. Tenía especial interés por la mano de obra hostelera. Eso tipo de chaval de 20 años, que se paga la carrera trabajando por las noches. Con los ojos un tanto marcados de estudiar de madrugada, y el futuro en la boca del estómago cada día golpeando. Ese tipo de chico te mira diferente. Te mira esperanzado de que le saques de su existencia fatigadora. Me encanta. Este era rubio, como no, creo que en algún momento me dijo que holandés. Había venido a Barcelona con muchas ganas de estudiar arquitectura. Vino movido por la inspiración de grandes arquitectos españoles.
Se acercó, miró a Joseph (A lo mejor creía que pagaba él), y nos dijo: “Deseáis algo más”. Claro, parecía sencilla la respuesta. Pero tenía que ir un poco más allá… lo suficiente para tirármelo, pero no para darle mi teléfono, porque este era de los que llamaba seguro. “¡Disculpa!”. Wow, en ese momento en ese momento alzó la vista. Sus ojerosas cuencas alentaban a mis sospechas… “¿Me puedes indicar la puerta del baño?”. Como si yo no lo supiera, llevaba toda la cena mirándola. Y aquí señores es donde se marca la diferencia entre el sexo real, y el sueño. El señaló la puerta, dándose la vuelta y ubicando su paquete de perfil, y acto seguido me miró sonriendo. Ahí estaban explicados los próximos 10 minutos del mejor de los sexos, el anónimo y fortuito. Evidentemente dejé propina, mostrando mi satisfacción con el servicio. Y es que ya no es fácil encontrar buen servicio.

Esa noche, como muchas otras, lanzaríamos nuestras almas en alguna carretera oscura, dejando que la pisotearan los coches del pecado. Marchamos hacia las colinas de la promiscuidad, Esteban nos esperaba allí. Seguramente dolido y resentido con la vida “gay”, después de su cita…